jueves, 20 de diciembre de 2007

Las mujeres artesanas y la reproducción de la ideología tribal, de la etnicidad y de la identidad étnica a través de la alfarería

Ponencia presentada en el VI Encuentro de Investigadores de arqueología y Etnohistoria. Organizado por el Instituto de Cultura Puertorriqueña. Marzo 2005.

Las mujeres artesanas y la reproducción de la ideología tribal, de la etnicidad y de la identidad étnica a través de la alfarería

Iraida Vargas Arenas
Universidad Central de Venezuela

Resumen

Datos arqueológicos se utilizan en este trabajo para analizar con sentido histórico el papel que jugaron las artesanías –sobre todo las cerámicas-- producidas por las mujeres de las comunidades de la sociedad tribal que se manifestó en Venezuela a partir de 4000 a.p. En tal sentido, se examina cómo tales artesanías sirvieron para fortalecer las formas de organización social, la adscripción étnica y cultural de los individuos y cómo fueron expresiones de los conocimientos y saberes femeninos sobre el medio ambiente así como manifestaciones de su creatividad.
Introducción

La arqueología ha prestado una atención especial al estudio de las sociedades tribales a través de la alfarería, quizá porque en los sitios arqueológicos que testimonian la presencia de esas sociedades, la alfarería constituye el resto material más abundante. De hecho, la mayor parte de la arqueología funcionalista practicada mayoritariamente en Venezuela y el Caribe en general durante todo el siglo XX, se ha basado en la elaboración de tipologías cerámicas que han intentado reconstruir con ellas el “mental template”, vale decir, “las maneras correctas” de manufacturar esas artesanías siguiendo el “modelo mental que poseían los artesanos” (sic) (Mac Neish 1967. Traducción nuestra). Esa orientación teórica estaba basada en la difusión cultural como principio rector de la dinámica social, de manera que sus propulsores creían, siguiendo a Boas, que el aislamiento o el contacto entre grupos humanos eran factores importantes, ya que determinaban la formación tanto de centros culturales de desarrollo como de áreas marginales. Por todo lo anterior, el objetivo fundamental de las investigaciones arqueológicas dedicadas al estudio de las sociedades tribales debía consistir en hacer profusas descripciones de los materiales excavados, sobre todo de la alfarería, con el fin de poder realizar las comparaciones tipológicas con conjuntos de artefactos similares de otros lugares o países y, de esa manera, establecer los centros y rutas de difusión y los momentos cuando tal difusión tenía lugar. Simultáneamente, otras posiciones teóricas, influidas por las tesis de Leslie White (1949, 1959), usaron la cerámica para tratar de estudiar en el impacto del ambiente sobre la sociedad (Vargas, 1997).

En la llamada "arqueología histórica” el estudio de la alfarería fue abordado con las mismas herramientas conceptuales y metodológicas empleadas para el período precolonial, convirtiendo al complejo proceso social que se estaba gestando como consecuencia del inicio del capitalismo mercantil en Europa, en estilos y series, conceptos que tienen valor de nomenclatura para aspectos estéticos y formales de la mayólica o de las edificaciones (Vargas, 1998).

En este trabajo, a diferencia de lo anterior, estamos concibiendo la alfarería como manifestación de un proceso de trabajo que posibilita inferir tanto las relaciones del grupo social con el objeto de trabajo, como las relaciones sociales entre individuos que manifiestan sobre los procesos de trabajo necesarios para el equipamiento material para el trabajo, y que expresa simultáneamente códigos comunicacionales referentes de etnicidad. Esto último permite así mismo inferir las relaciones intercomunitarias. Nos centraremos básicamente en el papel de la alfarería en las relaciones sociales entre individuos, en especial el papel jugado por las mujeres tribales quienes fueron las encargadas de realizar esa artesanía, destacando, así mismo cómo estudiando los códigos comunicacionales que en ella se expresan mediante un análisis iconográfico, podemos acercarnos a los conocimientos y saberes que tenía la sociedad a la cual pertenecían esas mujeres.

La cerámica y el papel social de los géneros en las sociedades tribales

En una sociedad ágrafa, como sucede con las tribales, la socialización se realiza por vía oral y por vía práctica. Por la vía oral, se mantienen las tradiciones a través de mecanismos nemotécnicos o memorizados; por la vía práctica, se reproducen los conocimientos que están contenidos en las experiencias de las comunidades, los mecanismos cognoscitivos que suceden en el quehacer cotidiano; en este sentido, es posible concebir que cualquier individuo es un agente socializador. Sin embargo, existen diferencias en los papeles sociales de los géneros según sea la naturaleza de los conocimientos que se transmiten, vale decir, existe una especialización de funciones de los agentes socializadores dentro del cuerpo social. Aunque los mayores, los shamanes y los jefes o caciques son quienes ejercen el control, pues la sociedad tribal tiende a otorgarles la capacidad y a reconocerles como los únicos agentes que manejan aquellos conocimientos considerados fundamentales dentro del orden social: poder comunicarse con los/as dioses/as, dirigir en tiempos de crisis, etc., las mujeres en general garantizan la transmisión de los conocimientos cotidianos que aluden no solo a las “tareas propiamente femeninas”, sino que modelan también las conductas de los niños y niñas y, al reproducir la ideología, afectan las de todos los individuos que integran la sociedad.

Como veremos, las mujeres tribales del pasado usaron tanto la alfarería como los textiles como mecanismo de socialización que les permitió reproducir el modo de vida de sus sociedades, incluyendo la ideología y la estructura social. En este sentido es bueno recordar que la aparición de la agricultura hizo necesaria la elaboración de un instrumental más complejo del que poseían los/as cazadores/as-recolectores/as para obtener y procesar los alimentos. Ello planteó la necesidad de confeccionar todo un sistema de útiles destinado a la conservación, cocción y consumo de los alimentos. Gracias a ello, surgen de forma definitiva las alfareras. Las mujeres, dentro de los grupos tribales agrarios, fueron las artesanas fundamentales, las encargadas de manufacturar, precisamente, no sólo gran parte de los instrumentos de trabajo necesarios para obtener los bienes naturales, sino también los utensilios para procesarlos y convertirlos en alimentos a ser consumidos y almacenados.

El dominio de la alfarería por parte de las mujeres les permitió también reproducir ideológicamente la sociedad, mediante la elaboración de figurinas, idolillos y otras representaciones de deidades ligadas a la cosmogonía. La decoración de los recipientes, por su parte, hizo posible que las mujeres no solamente embellecieran sus superficies, sino que –fundamentalmente—pudieran representar códigos simbólicos, es decir, aquellos signos cargados de un significado que reforzaban la etnicidad y propiciaban la identidad étnica. La alfarería constituyó, pues, un campo donde las artesanas prehispánicas conjugaron distintos saberes: los referidos a su conocimiento del medio ambiente, combinados con modelos estéticos y representaciones ideológicas. En ella, las artesanas manifestaron sus conocimientos sobre elementos naturales, como son los diversos tipos de arcillas, de antiplásticos y de pigmentos existentes en sus entornos, y dominaron un conocimiento especializado sobre los procesos físico químicos que debían llevar a cabo a fin de lograr la transformación de una materia plástica en otra dura, rígida e impermeable.

Para lograr los modelos estéticos, las alfareras manejaron determinadas nociones sobre volúmenes, siluetas, simetrías. contornos, equilibrio y colores, así como sobre las técnicas, plásticas o pictóricas, necesarias para embellecer las superficies de los recipientes, incluyendo un variado repertorio de instrumentos para realizarlas. Dado que poseían bien internalizados los códigos simbólicos, referentes de sus etnicidades, los cuales expresaron a través de diseños integrados bien por elementos naturalistas, bien abstractos o esquemáticos, la decoración alfarera llegó a constituir un medio de comunicación, una especie de lenguaje étnico que propiciaba formas de reconocimiento sobre la pertenencia a un determinado grupo socio-étnico. Mediante ese lenguaje, las mujeres lograban socializar a los agentes sociales –sobre todo a sus hijas-- y manifestar también, los elementos necesarios para reproducir simbólicamente tanto la estructura de sus sociedades, sus organizaciones sociales, como los papeles que tenían asignados los/as agentes en la producción. Adicionalmente, la decoración alfarera les permitía que pudieran reproducir la ideología existente en sus sociedades y, de manera fundamental, las tendientes a garantizar la subordinación femenina.

La artesanía cerámica en las sociedades tribales venezolanas

En Venezuela, la arqueología nos informa que hace unos 4000 años, las mujeres de la denominada Tradición Camay, estado Lara, elaboraron una alfarería integrada por vasijas de pequeño formato, constituida por ollas, platos y escudillas destinadas al procesamiento y consumo de alimentos por parte de pequeños grupos sociales. En la elaboración de los códigos simbólicos, las artesanas de Camay utilizaron pocos instrumentos: sus propias manos y buriles de madera, los cuales aplicaron sobre las superficies de las vasijas de manera de representar líneas múltiples de impresiones, incluyendo las de dedos y uñas, dispuestas todas ellas de manera horizontal (Sanoja, 2001). A pesar de la poca complejidad del instrumental empleado, la alfarería Camay no es simple; posee una alta calidad técnica, expresada en la regularidad en las formas, dureza de la cerámica, compactación de la pasta, control de las temperaturas de cocción, etc., mostrando igualmente un patrón decorativo de tradición milenaria, a juzgar por las similitudes estilísticas que éste presenta con la cerámica de sitios formativos suramericanos. La decoración de la cerámica de Camay fue concebida por las artesanas como manera de duplicar la existente en la cestería: el tejido cruzado en diagonal abierto, técnica empleada hoy día para la manufactura de cestas flexibles, con forma de botellas. Lo anterior denota un dominio de dos tipos de materias primas: arcillas y fibras orgánicas y, simultáneamente, refleja la internalización femenina de su identidad étnica, expresada y reproducida mediante la elaboración de distintas artesanías.

Más tarde, para una fecha estimada en 1850 a.p., las artesanas de la denominada Tradición Cultural Tocuyano, la cual sucede históricamente a la Tradición Camay en la región subandina venezolana, elaboraron una hermosa alfarería integrada por urnas funerarias, vasijas multípodas ceremoniales, así como ollas y escudillas para la vida cotidiana (Sanoja, 2001). El patrón decorativo de la cerámica de Tocuyano, especialmente de la ceremonial, está compuesto por motivos abstractos curvilíneos, pintados de negro o marrón sobre blanco, combinados con motivos modelados naturalistas que representan serpientes. Dicho estilo denota que las artesanas de esa tradición cultural poseían un amplio dominio de los pigmentos y los volúmenes, así como un conocimiento de los elementos faunísticos del entorno, especialmente de los conexos con ritos de fertilidad, pues las serpientes eran consideradas, generalmente, diosas de las aguas.

Las artesanas ceramistas, en general, representaron también su medio ambiente, una manera de controlar simbólicamente los elementos del entorno, sobre todo aquéllos objetos de apropiación o los relacionados directamente con ritos de fertilidad o con los animales totémicos (Delgado, 1989). Aunque éste constituye un elemento común a toda la alfarería prehispánica de Venezuela, podemos mencionar, por ejemplo, las representaciones de ranas o de serpientes, consideradas por los especialistas, con base a datos etnohistóricos y etnográficos, como símbolos utilizados por estas poblaciones en ceremonias propiciatorias de las lluvias.

Destacan en las sociedades prehispánicas las elaboraciones artesanales de ranas o sapos hechas por las mujeres de la Tradición Cultural Valencia (1000-1500 a. p.), por las de la Tradición Boulevard, en el valle de Quíbor que incluyen también lagartijas (1800 a. p. Ver, por ejemplo, Boulton, 1978: 132 y Vargas y otros/as, 1997:303) y por las de la Tradición Guadalupe (850-1500 a.p. Ver Boulton, 1978:135), estas últimas en el Edo. Lara. En todos estos casos se observa la utilización de la rana como motivo decorativo en la alfarería, así como en los adornos corporales, donde se encuentra representada en cuentas de collares, o como figurinas; estas últimas generalmente de sapos. Asimismo, son hoy día muy conocidos y apreciados por su valor estético los cuencos con base anular y soportes, decorados con figuras de serpientes, manufacturados por las artesanas de la Tradición Tocuyano (1850 a.p. Ver Boulton, 1978: 144-145). En la cerámica del llamado Tocuyano temprano (2230-40 a.p., Sanoja, 2001) existe la representación de la serpiente como símbolo de la fertilidad y el agua, mientras que en el llamado Tocuyano Tardío (1800-140 a.p., Sanoja, 2001), ésta es sustituida por la representación del águila arpía, posiblemente un animal totémico.

Otras manifestaciones artesanales significativas de las representaciones del entorno fueron las realizadas por las mujeres de los grupos tribales igualitarios que ocuparon la porción sur del lago de Maracaibo para una fecha de 800 años a.p. (Delgado, 1989). Ranas, lagartos, tortugas, babas (Caiman cocodrilus) y otros animales cobran vida en la alfarería de El Danto (800 a.p. Velásquez, 1974. Ver Sanoja y Vargas, 1999: 114), mientras que en la proveniente de la región de Carache, estado Tujillo (siglos XIII y XIV, Wagner, 1967), las ceramistas representaron la fauna existente en el entorno; ejemplo de ello es la representación de un hermoso cachicamo (Dasypus novencinstus) (Boulton, 1978: 198-199).

En el sitio Barrancas, Bajo Orinoco, hace 3000 años, las artesanas elaboraron una de las cerámicas más complejas y hermosas de las sociedades de la Venezuela prehispánica (Sanoja, 1979). La alfarería de Barrancas constituye un caso singular para Venezuela en lo que refiere a cómo las mujeres lograron expresar por ese medio los papeles sociales de los géneros dentro de su sociedad, así como a una de las cosmogonías más complejas conocidas. En la cerámica barranqueña, pesada, integrada por ollas de gran formato y gruesas paredes, destinadas tanto al almacenamiento del agua como de la chicha, bebida que era ingerida por la comunidad en ceremonias colectivas, así como también ollas, platos, escudillas, boles, cuencos, jarras y budares utilizados para preparar y consumir los alimentos, las artesanas lograron manifestar --a través de la decoración-- la visión del mundo de su sociedad, la cual expresaba una armonía entre lo humano y lo mítico, un mundo que se desenvolvía entre la materia y el espíritu. Con un equilibrado manejo de los volúmenes, y con el empleo de técnicas como el modelado y la incisión, crearon recipientes cerámicos que pueden ser considerados cuasi esculturas.

El patrón decorativo de la cerámica barranqueña está integrado por motivos que se entrecruzan unos con otros, figuras mitad humanas mitad animales en donde la cara de una es la parte posterior o superior de la cabeza de otra, representando el alter ego, enlazadas mediante protuberancias, puntos y líneas incisas curvas que ilustran miembros humanos y garras de animales, en ocasiones pintadas de rojo y/o negro. Ese patrón expresaba la concepción de la sociedad de Barrancas sobre la unidad entre el mundo social y el mundo mítico, entre la cotidianidad social y la excepcionalidad del mundo cosmogónico a través de la representación de los animales totémicos, figuras ilustradas en recipientes de uso culinario, demostrando la existencia de una religiosidad diaria reproducida por las mujeres, ya que tales vasijas fueron localizadas en contextos domésticos (Sanoja y Vargas, 1999b).

La utilización de la alfarería para representar tanto la organización social como los papeles sociales de ambos géneros se ve atestiguada en la elaboración de los budares, instrumento de trabajo muy importante en una sociedad como la barranqueña cuya economía era fundamentalmente vegecultora, vale decir, basada en el cultivo de plantas vegetativas como la yuca. Se observa la representación en los budares de imágenes en parte humanos (hombres) y en parte animales (jaguar u otro felino), muy naturalistas, elaboradas en un bajo relieve logrado con base a una extraordinaria combinación de líneas curvas incisas, excisas, botones modelados y puntos, asociados con los colores rojo y negro empleados para destacar zonas específicas o como relleno de las incisiones que ilustraban posiblemente la sangre circulando. Tales budares parecen haber estado destinados a la elaboración de tortas de casabe a ser consumidas ritualmente por individuos masculinos considerados importantes, como shamanes o caciques (Sanoja y Vargas, 1999a).

Una de las alfarerías que presenta también un patrón decorativo extremadamente complejo es la que realizaron las mujeres de la Tradición Cultural Saladero Costera (2000-800 a.p.). La cerámica recuperada en las investigaciones arqueológicas realizadas en los sitios Cuartel, Puerto Santo y Playa Grande, área de Carúpano y Río Caribe, Edo. Sucre (Vargas, 1978, 1979, 1983) muestra una decoración de extraordinario valor estético donde se mezclan elementos esquemáticos, logrados a partir de la utilización de pigmentos minerales rojos y blancos, combinados con grandes adornos biomorfos y zoomorfos modelados incisos, algunos muy figurativos. La técnica pictórica empleada se conoce como pintura negativa-positiva, usada para elaborar paneles con formas geométricas como trapecios, rectángulos, óvalos, conos unidos por el vértice, etc., pintados totalmente de rojo y circundados por líneas blancas de las cuales, en ocasiones, se desprenden espirales y ganchos grabados o dejados en negativo, del color naranja de la superficie, que crean una ilusión de profundidad. Los adornos modelados representan la fauna local, sobre todo aves como loros y tucanes, y pequeños mamíferos y quelonios (Vargas, 1979 Lam. 20, 24, 30; GAN, 1999, figs. 12, 13), así como elementos biomorfos, mitad humanos, mitad animales.

La alfarería de esta tradición, la cual se inicia –en términos históricos—entre los grupos tribales vegecultores igualitarios que ocupaban para comienzos de la era cristiana el Medio Orinoco, sitios La Gruta y Ronquín (Vargas, 1981), parece ser testigo de la producción artesanal de mujeres arawakas. Estas poblaciones, a juzgar por los datos arqueológicos, migraron de tierra firme hacia las Pequeñas y las Grandes Antillas, Puerto Rico y la porción oriental de República Dominicana. La internalización de los códigos simbólicos referentes de la etnicidad por parte de las artesanas saladoreñas parece haber sido tal, que los duplicaron en los espacios insulares.

En el caso venezolano, donde podemos inferir más claramente a partir de la alfarería la que pudiera ser una ideología de la dominación masculina, es entre las producciones artesanales de sociedades tribales jerárquicas, y ello ocurrió porque los/as artesanos/as adquieren en los cacicazgos una connotación fundamental, pues realizaban un trabajo especializado ya que su producción fue destinada, a partir de ese momento, a justificar el sistema social desigual y, en consecuencia, fue usada para expresar las diferencias sociales de manera de consolidar las relaciones que se establecían para la apropiación diferencial de los excedentes de la producción. Las artesanías pasaron a ser entonces, referentes simbólicos de una ideología que legitimaba el poder de los estamentos masculinos dominantes, permitiendo su reproducción, convirtiéndose, gracias a la utilización de materias primas alóctonas o exóticas, en símbolos de prestigio a ser usados por las elites. Para convencer a las mayorías de que eran capaces de controlar la vida social toda, las elites gobernantes necesitaron de una ideología que las legitimara. De allí la necesidad de destacarse mediante el uso de elementos materiales que simbolizaban esas supuestas capacidades únicas.

Es muy probable que las mujeres pertenecientes a los linajes dominantes ocuparan también posiciones jerárquicas y, en consecuencia, gozaran de algunos de los beneficios que poseía el resto de los miembros de la elite. En tal sentido, Helms reporta reiteradamente la significación que tenían las mujeres de los linajes dominantes en los cacicazgos panameños, y su importancia a efectos de las líneas de sucesión (1979: 20 y sgts.). Sin embargo, ello no impedía que fuesen usadas como mercancías o fuesen sacrificadas en actos rituales cuando moría un cacique o principal (Salazar, 2002).

No es imposible, pues, que las mujeres, sobre todo las del común, hayan estado implicadas en la abundante producción de bienes artesanales, relativamente masificada y estandardizada que caracteriza a estas sociedades. Sus tareas deben haber incluido –además de la producción alfarera-- la elaboración de textiles, sobre todo la manufactura de mantas, hamacas y chinchorros, esteras y cestos, así como la confección del conjunto de adornos corporales hechos en piedra, resinas, cerámica, semillas o conchas de moluscos marinos para fines rituales, la producción de sartas de cuentas (denominadas quiteros) empleadas como mortajas, la manufactura de la cerámica ritual y doméstica, etc.

Los materiales recuperados en los contextos arqueológicos provenientes del trabajo especializado en la producción artesanal reflejan que había un tiempo de dedicación mayor por parte de los/as artesanos/as en la elaboración de los objetos que eran utilizados por las elites en la vida diaria y para fines rituales, especialización que era posible gracias a la producción excedentaria de bienes primarios (Vargas y otros/as, 1997, Vargas, 1989); ésta estaba destinada a mantener a los/as especialistas. En tal sentido, las investigaciones arqueológicas realizadas en cementerios localizados en el valle de Quíbor, del río Turbio, estado Lara, y en el área de Carora, cercana al piedemonte del estado Trujillo (Gil, 2002; Vargas y otros/as, 1997; Sanoja y Vargas, 1987; Toledo y Molina, 1987), fechados entre inicios de la era cristiana y 1700 a.p., han permitido recuperar una alfarería producida por las mujeres exclusivamente para el culto a los muertos, producto del trabajo artesanal especializado o semi-especializado (Toledo, 1995) ya que esta producción no era para el intercambio sino para el consumo interno, sobre todo para la redistribución y para el culto.

Entre las sociedades cacicales eran comunes las representaciones artesanales de la figura humana, destacando en ese sentido las elaboradas por alfareras de la Tradición Cultural Valencia (1000-1500 a.p.) y las de las artesanas de los grupos cacicales que ocuparon la región andina (siglos XI al XIV). Es de señalar que en la región de Valencia aparece una gran profusión y variedad de figuras humanas, casi todas del sexo femenino y algunas de ellas en estado de gestación, aludiendo a la capacidad reproductora de las mujeres (Ver por ejemplo, Boulton, 1978: 231).

Varios autores/as han interpretado de manera diferente a estas figurinas (v.g. Frankel, 1997; McDermott, 1996; Cook, 1996; Gordones y Meneses, 2001). Bolger (1997), por ejemplo, señala que poseían un mensaje subyacente que implicaba cuál era la trayectoria que se esperaba siguieran las mujeres para poder ser consideradas miembros plenos de la sociedad: matrimonio, embarazo, parto y maternidad. McDermott (1996), por su parte, ha intentado demostrar mediante la comparación de fotografías actuales de mujeres en estado de gestación tomadas desde un ángulo sólo posible de lograr desde su propia visual, cómo existe una correspondencia exacta con las figurinas femeninas del Paleolítico Superior europeo. Concluye que éstas constituyeron en realidad autorretratos y propone que, como tales, fueron manifestaciones artísticas que reflejaban el auto control consciente de las mujeres sobre las condiciones materiales de sus vidas reproductivas (1996: 227). Cook (1996), quien está de acuerdo con McDermott, se niega a concebir las figurinas femeninas como símbolos de conceptos amplios, no personales tales como fertilidad y maternidad, y piensa que fueron producidas para ajustarse a convenciones estandardizadas (1996: 250). Gordones y Meneses se oponen a las ideas de Bolger cuando señalan que esas representaciones humanas han sido interpretadas erróneamente dentro del discurso ideológico tradicional, al asociarlas a cultos de la fertilidad y al papel de la madre reproductora, ideología que –apuntan— “... pretende estandardizar y dirigir la participación de la mujer en la sociedad hacia la reproducción y cuidado de la especie...” (2001: 99).

Podemos concluir en relación a este debate que fuesen las figurinas femeninas autorretratos como propone Mc Dermott, o referentes ideológicos para la naturalización de los papeles sociales que se espera jugaran las mujeres en la reproducción social, constituyeron elementos de intermediación entre el mundo real y el imaginario, con distintos contenidos simbólicos.
En la zona andina venezolana, las artesanas representaron también de manera profusa la figura humana, en clara alusión al papel de los géneros en el mantenimiento y reproducción de la estructura social asimétrica, fundamentalmente a través de imágenes de hombres, de pié o sentados sobre duhos (taburetes), que han sido interpretados como ilustrativos de shamanes en actitud oferente (Delgado, 1989. Ver por ejemplo, Boulton, 1978: 155, 156 y 159). Las figuras masculinas están decoradas, muchas de ellas, con pinturas que sugieren la presencia del vestido. Las representaciones de mujeres a través de figurinas, ya sea de pié o sentadas, se presentan decoradas igualmente con pintura roja y negra sobre un fondo blanco. En ambos casos, los pigmentos fueron empleados para mostrar el vestido, los adornos corporales y las deformaciones intencionales. Aparecen igualmente muchas figurinas, masculinas y femeninas, sin ningún tipo de ornamentación.

Según Gordones y Meneses, las representaciones andinas, tanto las de hombres como las de mujeres presentan características muy similares: posiciones, adornos, vestidos por lo que, señalan, constituye un error asociar las masculinas con shamanes (elite) y las femeninas con el papel de la mujer en la reproducción (2001: 104) ya que ello tiende a fortalecer la separación de los ámbitos de actuación de los géneros que ha acuñado la ideología patriarcal. En realidad, dicen, la similitud en los rasgos que poseen las figurinas de ambos sexos podría sugerir la realización de actividades y papeles comunes por ambos géneros (2001: 102).
Las poblaciones que habitaron entre los siglos XI y XII la zona altoandina del estado Mérida, y las del área Carache en el estado Trujillo (siglos XIII y XIV; Wagner, 1988), utilizaron la arcilla, la piedra, el hueso y las conchas de moluscos para elaborar figurinas antropomorfas empleadas, al parecer, en ritos y ceremonias (Ver por ejemplo, Boulton, 1978: 204-205, 192, 193 y 194).

Pensamos que las representaciones de la figura humana entre estas poblaciones permitían el fortalecimiento de la estructura social, al enfatizar, a través de distintas ceremonias, el poder que tenían los shamanes (hombres) quienes, según la ideología, eran los únicos capaces de comunicarse con los/as dioses/as; señalaban asimismo, tanto el papel reproductor de las mujeres dentro de los linajes dominantes como su propia posición jerárquica. Efectivamente, es posible inferir de las deformaciones presentes en las figurinas femeninas, la adscripción de las mujeres representadas a los linajes dominantes, ya que este rasgo, las deformaciones, estaba reservado precisamente a sus miembros. Aunque las pinturas corporales, tanto femeninas como masculinas eran usadas por casi todos los grupos sociales pre contacto, parece haber existido en las sociedades cacicales andinas un particular diseño, incluyendo trazados y colores, en combinación con deformaciones corporales en miembros y cabezas, entre los individuos de los linajes dominantes de los cacicazgos, ya fuesen hombres o mujeres (Kidder II, 1944; Vargas, 1988, Vargas y otros/as, 1997).
Comentarios Finales

Como hemos resumido en páginas precedentes, los resultados de las investigaciones arqueológicas en Venezuela nos permiten concluir que las mujeres tribales fueron las artesanas de la cotidianidad; elaboraron adornos corporales hechos con piedras, semillas, arcilla, huesos, cerámica, conchas de moluscos y un sin número de materiales. Destacan en ese sentido los collares, pulseras, tobilleras, pendientes, orejeras, aretes, tocados de plumas, peines y otros artificios para el cuido del cabello, palitos para mutilaciones en los labios (antecesores de los actuales piercing), cordones o cintas para deformar las piernas, tablillas y cintas para la deformación craneal, pigmentos de uso diario y ceremonial, suertes de bandanas, etc. También artesanalmente, manufacturaron los múltiples enseres necesarios en la vida doméstica cotidiana: chinchorros, cuerdas, costales y sacos, abanicos, esteras, mantas, mosquiteros, cestas, telas para el vestido y otros usos, topias de arcilla para las cocinas, recipientes de madera, de conchas de gasterópodos y de frutos para distintos fines, morteros de madera y de piedra, vajillas culinarias y vajillas ceremoniales en arcilla, etc.

Las artesanas tribales del oriente de Venezuela participaron en la elaboración, además de vasijas cerámicas, de parte del complejo de útiles destinados a la manufactura del casabe, en el cual se combinaban diversas materias primas: cestas tejidas para la obtención de la harina de yuca, paletas “para levantar” las tortas, hechas de totumas (Crescencia cujete) o de fragmentos de cerámica (Sanoja, 1979: 81 y sgts.), topias o “estufas” para la cocción de los alimentos, budares de arcilla para cocer las tortas, etc. En otras regiones del país, como en Lara, Trujillo y Cojedes, aparecen manos de moler y metates de piedra desde 2230 a.p. (Sanoja, 2001: 15-18; Meneses com. Pers. 2005), que ilustran cómo, desde fechas tan tempranas, las mujeres de esa zona trabajaron la piedra para manufacturar instrumentos de trabajo destinados a la molienda de granos, nueces, semillas y pigmentos. Emplearon la piedra también, en la fabricación de idolillos y cuentas de collares (Wagner, 1967; Vargas y otros/as, 1997).

A partir de la colonia, las mujeres y los hombres esclavos de origen africano intervinieron también en la elaboración de la cestería de tradición indígena que persiste hasta nuestros días (Acosta, 1984: lam. 2).

A partir del siglo XVI, el trabajo artesanal de las mujeres en general continuó confinado mayormente a la manufactura de los bienes de uso cotidiano, tal como sucedía en las sociedades indígenas precoloniales. Las vasijas de barro: ollas, platos, pimpinas, tazones, etc. que habían formado parte de la vajilla culinaria doméstica, ingresaron en el circuito comercial de la sociedad indohispana. La mujer artesana las vendía en los mercados directamente o bien eran las artesanías eran distribuidas por los vendedores ambulantes, usualmente hombres, a la par que ofertaban a los clientes gallinas, yerbas medicinales o condimentos, cestas, etc. El registro arqueológico de las viviendas indohispanas, incluyendo conventos como el de San Francisco o casas de familias ricas (Sanoja y Vargas, 2002), indica el uso extensivo de la vajilla culinaria de manufactura aborigen, incluyendo especies de grandes calderos cónicos similares a los empleados actualmente para freir chicharrones y carne de cerdo (Vargas et alíi, 1998; Sanoja y Vargas, 2002). La persistencia del oficio de alfareras continúa a través de tradiciones bien conocidas como las loceras de Yai, El Bigiadero y El Patriota, estado Lara, las de Lomas Bajas, Táchira o las de El Cercado, Isla de Margarita, las cuales --hasta 1960-- tuvieron utilidad culinaria en las comunidades vecinas a dichos centros de manufactura. Simultáneamente, entraron también en los circuitos turísticos que comenzaron a organizarse a partir de aquella fecha.

No es casual, entonces, que hoy día persistan algunas expresiones contemporáneas de las antiguas manifestaciones artesanales de tradición indígena o africana entre las mujeres de la sociedad criolla, como las casaberas en los estados Sucre y Monagas, o las muñequeras en el estado Sucre, o las cesteras en Nueva Esparta, o las loceras del estado Lara o del estado Táchira. Por otro lado, aunque entre las etnias indígenas, sobrevivientes a la conquista y colonización existen numerosas artesanías, éstas han perdido su función social y han devenido mercancías con valor estético consumidas por los sectores urbanos más privilegiados económicamente, ya sea en el ámbito nacional como en el internacional. Al mismo tiempo, es conveniente señalar que las artesanías en general, sean de tradición indígena, africana, hispana o criolla productos de una síntesis cultural, tienden a desparecer del mapa venezolano actual, aunque un “pequeño repertorio de útiles ha resistido”, no obstante a la vorágine capitalista que las ha reducido a mercancías (Delgado, 1996).
Referencias Citadas

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